Había transcurrido el 44º día de la festividad que celebraba la esencia de la civilización.
Apolo, el dios de la luz, la música y las artes, despertó con una sensación de inquietud en su ser divino.
Miró a su alrededor y contempló la magnificencia de la creación:
árboles frondosos, ríos cristalinos y seres llenos de vida que danzaban al ritmo de su propia existencia.
Sin embargo, en ese amanecer,
Apolo sintió la necesidad de ir más allá,
de superar las fronteras de lo conocido.
“No puedo seguir haciendo lo mismo de siempre”, reflexionó.
“Tengo que mejorarlo, tengo que experimentar y descubrir nuevos límites”.
Con esta determinación,
Apolo convocó a las nueve musas, guardianas de las artes,
y las llevó al místico Templo del Oráculo.
Juntos, se sumieron en meditación durante 90 días,
explorando las profundidades de la creatividad y la expresión.
Al final de este período,
Apolo emergió con una nueva comprensión,
una mayor conciencia procedente de todas las artes de las musas.
Sus creaciones,
que ya habían embellecido el mundo,
ahora llevaban consigo una esencia más profunda y poderosa.
Zeus, observando desde lo alto del Olimpo,
reconoció la transformación de Apolo.
Impresionado por su deseo de mejora,
decidió otorgarle tres rayos de fuerza:
uno para el corazón,
otro para la mente
y otro para el alma.
Con estos dones divinos,
Apolo se volvió invencible, un ser que combinaba la belleza del arte con la fuerza de la divinidad.
Se cuenta que Apolo, ahora imbuido con esta nueva energía,
superó incluso el poder de los Titanes.
Su música resonaba con la armonía de los cielos,
sus obras de arte eran veneradas por dioses y mortales,
y su presencia irradiaba una luz que iluminaba todos los rincones del reino.
Así, Apolo se convirtió en un faro de inspiración,
guiando a aquellos que buscaban explorar los límites de la creatividad y la expresión.
Su legado perduró a lo largo de las eras,
recordándonos que la búsqueda constante de la mejora y la exploración de nuevos límites nos lleva a alcanzar la grandeza.